Cualquiera puede contar una historia

Las buenas historias pueden surgir en cualquier parte. Mi abuela me escuchaba leer ensayos a veces y siempre criticaba mi supuesta “verborragia” lo cual ella entendía como un defecto en la escritura. Siempre me decía “tu problema es que escribís todo lo que pensás”. Supongo que ese tipo de críticas tienen algo de genético. Mi madre, o sea, la hija de mi abuela, solía fingir que mi estilo de vida le parecía correcto hasta que alguna noche de cólera me escupía que no le encontraba el sentido a pensar tanto las cosas. Que las cosas están hechas de un modo que no va a cambiar nunca; que revolverse es sólo para quedarse loco. Y entonces surgían mis ejemplos, analogías, diciendo cosas que me pusieran en mi imaginación un paso por encima de eso que siempre consideré ignorancia; los datos históricos, y terminar la noche con la frase “vos podés decirme lo que quieras, pero la gente de la edad media pensaba igual que vos, y si no hubiera sido porque alguien creyó que las cosas podían ser distintas todavía seguiríamos en la época feudal” (y lagrimas chorreando la cara por supuesto).

De lo horrible que tiene el hablar de uno mismo, se desprende que los escritores (o los que generosamente nos consideramos parte del género) amamos llevar a cabo cualquier prosa que nos tenga como principales personajes. Incluso cuando los nombramos de otro modo, poner una tercera persona es simplemente pretender que se pueden inventar personajes que no existen, que son sólo el producto de nuestros subconscientes pervertidos por los años y los recuerdos, y cada vez que hablamos de sentimientos estamos hablando de sentimientos propios. ¿Cómo puede ser que “literariamente” se considere incorrecto relacionar a la obra con el autor? La forma en la que tus cabellos caen por entre tus mejillas me recuerdan campos de lavanda en los que nunca estuve, pero que el simple sentir, el tenerte cerca me dan ganas de recorrer. Atrevete a negar que para hablar de sentimientos hay que haberlos sentido, para hacer palabrerío de corazones rotos uno tiene que haberlo tenido, para decir que ese puñal está en el medio del pecho uno en algún momento tiene que haber implorado porque ese no esté ahí.
Y los escritores (dixit), más que nada los que no somos escritores, leemos libros y se nos despierta esa cosa en la médula ósea por tirar nuestras propias líneas. No se nada de literatura ni de teorías creativas pero estoy segura de que eso es ser mediocre. Es más, yo empecé a escribir producto de un libro que me prestaron, Contrapunto, uno de esos libros que hubiera comprado por recomendación o de saber que el autor merece el tiempo perdido de 200 páginas para explicar alguna arbitraria teoría que, Dios santo si habrá formas, está escrito en forma de novela.
Odio reconocerme a mí misma que una vez leí esta novela de Sidney Sheldon que suelo recordar mucho (por un momento sentí un miedo horripilante a que el corrector automático reconociera su nombre, porque hace un rato atrás fue incapaz de reconocer “Aldous Huxley”). Era una novela de misterio (en verdad no soy muy buena con la asociación de géneros así que muy probablemente también pueda haber sido un drama o comedia romántica), que iba de un individuo que se extraviaba, y una reportera que empezaba a investigar el caso. La cuestión es que todo el mundo con quien hablaba tenía un recuerdo fabuloso de este hombre, hasta que la investigación se vuelve un poco ruda y ella empieza a enterarse de esos trapitos guardados a la sombra. El libro a veces te da esa sensación de rabia enfurecida en la punta de los dedos cuando la investigación no lleva a nada y la reportera vuelve a girar en círculos como al comienzo. La misma sensación de esas películas en las que el personaje principal es custodio de una gran verdad que ningún otro personaje cree, ya que anteriormente (a la película, en la parte de la historia en la que todavía no ingresamos los espectadores) este cometió algún error inescrupulosamente grave que hace que nadie confíe en él (claro que así y todo sigue investigando el caso, y muy a pesar de su supervisor que siempre lo despide para luego volver a incorporarlo a final de la película).
Eso es lo lindo de las películas argentinas, que (cuando son buenas) los casos nunca son llevados adelante por policías ambiciosos y con afán por la verdad, sino por algún fiscal sin ganas de trabajar que tiene que llevar adelante el caso por pura mala suerte. (Eso me recuerda que hace unos días tuve una discusión con un presunto ex – amante que se considera un sabiondo del cine nacional que encontró de muy mal gusto El secreto de sus ojos, pero sólo porque él en todo ve un doble sentido político que tiene que ver con la inclinación política del director, y es por eso que todo lo demás, detalles fílmicos y en la historia, tomas, dirección fotográfica pierden el más rotundo sentido.)
Me quejo. Pero vivo muchos meses del año implorando a los gritos por un poco de conversación política entre la gente que me rodea a diario (¿compañeros? Profesores. ¿Familia? Ja.) Y cuando la tengo, más bien, cuando me la dan sin que yo la pida salgo disparando en busca de lugares comunes. Mi única crítica a su crítica de la película fue esa: “cómo puede ser que todo lo que hayas visto de la película hayan sido 20 minutos de un tipo contratado por el gobierno de Isabelita”. ¿Dónde está todo lo otro? De verdad. Los pequeños detalles, los recuerdos y las frases que nos quedan en la memoria. Los fascinantes silencios de la película y los lugares comunes (pero) tan bien explorados.
Lo fabuloso creo de las películas fabulosas es el modo de contar historias. Del mismo modo que esto que escribo no tiene sentido alguno. La razón por la que es así es simple. No estoy escribiendo nada. Más que de mí misma. Y como la mirada sobre uno mismo puede ser a veces tan pero tan aburrida es que este escrito llega a su fin sin haber concluido nada más que: es muy interesante el modo en que uno “escritor” (dixit) puede hacerle perder al lector 15 preciados minutos de su vida. Y nada más.

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